Ayer, el viceprimer ministro británico, Lick Clegg, reconoció la necesidad de investigar los crímenes de guerra perpetrados por las fuerzas occidentales que invadieron, destruyeron y ocuparon Irak, y que fueron revelados dos días antes por el portal Wikileaks, el cual dio a conocer cientos de miles de informes militares que documentan masacres, asesinatos, torturas y otro sinfín de atropellos cometidos por los agresores occidentales.
Tal reconocimiento se suma a los señalamientos de la Relatoría de la ONU sobre la Tortura, Amnistía Internacional y otras instancias internacionales de derechos humanos, y contrasta con las destempladas y equívocas reacciones del gobierno estadunidense: la secretaria de Estado del gabinete de Barack Obama, Hillary Clinton, ha reaccionado a las revelaciones como si trabajara para el ex presidente George W. Bush, responsable principal del genocidio perpetrado en Irak: caracterizando la difusión de los documentos militares por Wikileaks como “un peligro para las vidas de estadunidenses y sus aliados” y amenazan con perseguir judicialmente a cualquier publicación “que amenace nuestra seguridad o la seguridad nacional de aquellos con los que trabajamos”. Por su parte, Dave Lapan, vocero del Departamento de Defensa, dijo que la difusión de los archivos podía implicar “una amenaza para (nuestros) soldados o para los iraquíes que han colaborado con nosotros”.
El actual mandatario estadunidense ha guardado hasta ahora un silencio injustificable, habida cuenta de la gravedad de las revelaciones: en efecto, los informes dados a conocer por Wikileaks obligan a ver la incursión militar estadunidense en Irak desde la perspectiva que el poder público de Washington siempre ha negado: la de un exterminio deliberado, programado y sostenido de iraquíes por varios métodos: desde el asesinato de combatientes que ya se habían rendido hasta la tortura masiva en las cárceles controladas por el Pentágono, pasando por la eliminación de sospechosos en puestos de control.
Para mayor vergüenza, los papeles del Pentágono documentan la negativa a investigar los atropellos cometidos por las fuerzas propias y por sus subordinados locales, y reflejan una política de ocultamiento de información por parte de las autoridades estadunidenses e inglesas, las cuales, durante más de un lustro, habían venido sosteniendo que carecían de cifras sobre las “bajas colaterales”, es decir, los no combatientes muertos en el contexto de la invasión y la ocupación del infortunado país árabe. La información divulgada, sin embargo, muestra que los gobiernos de Washington y Londres poseían datos precisos que arrojan un total de más de 100 mil muertes causadas desde el inicio de la agresión bélica (2003) hasta 2009, y que más de 60 por ciento de ellas corresponden a civiles no combatientes.
Ante tales evidencias, los actuales gobiernos de Washington, Londres y Madrid tendrían que emprender sendas investigaciones de los principales responsables políticos de la carnicería perpetrada en Irak por sus fuerzas militares –a las que se sumaron las de otras potencias menores e incluso las de algunos países subdesarrollados– y procurar el castigo de los culpables de acuerdo con las leyes nacionales e internacionales. De otra forma, se ratificará la hipocresía de las potencias occidentales en materia de respeto a la legalidad: defensoras del orden mundial y de los derechos humanos cuando los atropellos son cometidos por otros gobiernos, y encubridoras de sus propios criminales. Con esa doble moral, y por crímenes menos graves y numerosos que los que cometió el gobierno de Bush en Irak, Estados Unidos y sus aliados europeos han llevado a diversos ex gobernantes y políticos de países pequeños ante tribunales de guerra y los han ejecutado o condenado a severas penas de cárcel. Paradójicamente, tal fue el caso del propio Saddam Hussein y de buena parte de sus colaboradores.
En lo inmediato, quien debe dar el primer paso es Barack Obama. Si en el círculo que lo rodea aún quedase un vestigio de intención renovadora, la Casa Blanca tendría que cambiar de enfoque ante la evidencia del genocidio en Irak y, en vez de condenar la difusión de los documentos que lo prueban, acusar penalmente a George W. Bush, Dick Cheney, Condoleezza Rice y demás involucrados en esa barbarie.
Tal reconocimiento se suma a los señalamientos de la Relatoría de la ONU sobre la Tortura, Amnistía Internacional y otras instancias internacionales de derechos humanos, y contrasta con las destempladas y equívocas reacciones del gobierno estadunidense: la secretaria de Estado del gabinete de Barack Obama, Hillary Clinton, ha reaccionado a las revelaciones como si trabajara para el ex presidente George W. Bush, responsable principal del genocidio perpetrado en Irak: caracterizando la difusión de los documentos militares por Wikileaks como “un peligro para las vidas de estadunidenses y sus aliados” y amenazan con perseguir judicialmente a cualquier publicación “que amenace nuestra seguridad o la seguridad nacional de aquellos con los que trabajamos”. Por su parte, Dave Lapan, vocero del Departamento de Defensa, dijo que la difusión de los archivos podía implicar “una amenaza para (nuestros) soldados o para los iraquíes que han colaborado con nosotros”.
El actual mandatario estadunidense ha guardado hasta ahora un silencio injustificable, habida cuenta de la gravedad de las revelaciones: en efecto, los informes dados a conocer por Wikileaks obligan a ver la incursión militar estadunidense en Irak desde la perspectiva que el poder público de Washington siempre ha negado: la de un exterminio deliberado, programado y sostenido de iraquíes por varios métodos: desde el asesinato de combatientes que ya se habían rendido hasta la tortura masiva en las cárceles controladas por el Pentágono, pasando por la eliminación de sospechosos en puestos de control.
Para mayor vergüenza, los papeles del Pentágono documentan la negativa a investigar los atropellos cometidos por las fuerzas propias y por sus subordinados locales, y reflejan una política de ocultamiento de información por parte de las autoridades estadunidenses e inglesas, las cuales, durante más de un lustro, habían venido sosteniendo que carecían de cifras sobre las “bajas colaterales”, es decir, los no combatientes muertos en el contexto de la invasión y la ocupación del infortunado país árabe. La información divulgada, sin embargo, muestra que los gobiernos de Washington y Londres poseían datos precisos que arrojan un total de más de 100 mil muertes causadas desde el inicio de la agresión bélica (2003) hasta 2009, y que más de 60 por ciento de ellas corresponden a civiles no combatientes.
Ante tales evidencias, los actuales gobiernos de Washington, Londres y Madrid tendrían que emprender sendas investigaciones de los principales responsables políticos de la carnicería perpetrada en Irak por sus fuerzas militares –a las que se sumaron las de otras potencias menores e incluso las de algunos países subdesarrollados– y procurar el castigo de los culpables de acuerdo con las leyes nacionales e internacionales. De otra forma, se ratificará la hipocresía de las potencias occidentales en materia de respeto a la legalidad: defensoras del orden mundial y de los derechos humanos cuando los atropellos son cometidos por otros gobiernos, y encubridoras de sus propios criminales. Con esa doble moral, y por crímenes menos graves y numerosos que los que cometió el gobierno de Bush en Irak, Estados Unidos y sus aliados europeos han llevado a diversos ex gobernantes y políticos de países pequeños ante tribunales de guerra y los han ejecutado o condenado a severas penas de cárcel. Paradójicamente, tal fue el caso del propio Saddam Hussein y de buena parte de sus colaboradores.
En lo inmediato, quien debe dar el primer paso es Barack Obama. Si en el círculo que lo rodea aún quedase un vestigio de intención renovadora, la Casa Blanca tendría que cambiar de enfoque ante la evidencia del genocidio en Irak y, en vez de condenar la difusión de los documentos que lo prueban, acusar penalmente a George W. Bush, Dick Cheney, Condoleezza Rice y demás involucrados en esa barbarie.
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