Y ahora qué? ¿Para qué ha servido? ¿Se han cumplido sus fines últimos? Según un máximo dirigente sindical, no se deseaba acabar con el Gobierno, solo presionarle para que enmendara aspectos de su reforma laboral. Semejante afirmación impone una reflexión sobre lo que de veras significa una huelga general. A ver si va a resultar que significa otra cosa de lo que pensábamos que significaba. Hay matizaciones que enmiendan lo que dice el diccionario.
-y lo no sucedido- para reflexionar sobre lo que es de veras una huelga general. Hay algún precedente remotísimo, como en casi todo en este mundo, de la huelga general. Curiosamente, el más antiguo, en la Roma republicana siglos antes de Cristo, ya consiguió lo que se proponía: derrocar y modificar el gobierno. Logró que entrase en él la plebe, literalmente, el proletariado, con sus representantes, sus tribunos, e impuso el derecho de veto. El veto se inventó entonces para asuntos de suma gravedad. Pero la huelga general es un descubrimiento moderno, un recurso fruto de la lucha de las clases subalternas por su dignidad y derechos más elementales.
Es un invento difícil. Por eso las huelgas generales son escasas y arriesgadas. Por eso los partidos, con su habitual cautela, no suelen desencadenarlas. Dejan que los sindicatos corran con el riesgo. Precisamente por ello, la movilización de las clases trabajadoras de todo un país requiere aunar voluntades en un sentido único y contundente, y hacerlo con una ciudadanía muy diversa. La intuición -jamás confesada- de que se precisa un módico nivel de presión para que tenga éxito la huelga general la confirman los piquetes (llamados eufemísticamente informativos) que actúan de barrera contra los esquiroles pero también a veces contra quienes opinan lo contrario de los verdaderos huelguistas. El temor a la silicona en la cerradura de la tienda o el taller-un delito indudable- se hace para algunos necesario. No es justificable y es punible, pero no es lo mismo que las salvajadas que puedan cometer los muy mal llamados antisistema. Su insensatez parece inspirada por los enemigos de la clase obrera.
Es menester preguntarse si la tarea de desencadenar una huelga general con fines tan modestos como los de la última posee todo el sentido que debería darle la izquierda. Más de cuatro millones y medio de parados en este país, fruto solo en parte de una recesión económica mundial, necesitan una acción decidida del Gobierno. Este tenía tres opciones: la protección de los empleos, manteniendo derechos adquiridos; la reforma laboral a favor de las empresas, a la espera de que un día la recuperación económica reabsorba parados, y la tercera, la socialista. Esta última entraña la creación de cooperativas, el fomento de la democracia industrial, socavar la desigualdad social y el resto del programa. Supongo que lo conocen, al menos de oídas, algunos de nuestros gobernantes.
Excluida desde el primer momento esta última opción por un partido que lleva el noble nombre de obrero, quedaban dos: la favorable a una agilización del empleo o la partidaria de su protección. Pero estaba cantado que al final el Gobierno se inclinaría por la primera posibilidad. Sencillamente, porque eliminada ya la tercera desde el primer momento, la de reformar -en el sentido favorable a la empresa capitalista- se imponía. Y se le imponía, porque eso es lo que piden las finanzas internacionales, el mercado laboral europeo y mundial, la OCDE muy explícitamente, más la mayoría de los economistas que expresan sus recomendaciones cada día en la prensa.
Volviendo a la cuestión del sentido de la huelga general y la complejidad de lo que entraña: he aquí por dónde el 29-S ha servido al Gobierno español para adquirir una victoria de admiración ante el mundo económico internacional y la derecha neoliberal. La huelga, al no pedir mucho -de nuevo la declaración sindical oficial-, ha movilizado esfuerzos enormes contra un Gobierno al que, a su vez, ha apuntalado sin quererlo.
Si por lo menos sirve para aclarar las cosas en las mentes de nuestros sindicalistas, la huelga no habrá sido inútil. Pero esa aclaración no es suficiente. Mientras los sindicatos no entiendan de una vez que la ideología de la liberación y la igualdad, cuando se confina a la mera protesta y a la protección de derechos adquiridos, no basta, no habrá un futuro que no sea más de lo mismo. Si deseamos en serio un mundo menos injusto, hay que moverse en la dirección de una economía autogestionada (¿se acuerdan de quienes lo proclamaban ayer mismo?), de una educación igualitaria de calidad y de unas huelgas, generales o no, que no escamoteen lo esencial del combate.
-y lo no sucedido- para reflexionar sobre lo que es de veras una huelga general. Hay algún precedente remotísimo, como en casi todo en este mundo, de la huelga general. Curiosamente, el más antiguo, en la Roma republicana siglos antes de Cristo, ya consiguió lo que se proponía: derrocar y modificar el gobierno. Logró que entrase en él la plebe, literalmente, el proletariado, con sus representantes, sus tribunos, e impuso el derecho de veto. El veto se inventó entonces para asuntos de suma gravedad. Pero la huelga general es un descubrimiento moderno, un recurso fruto de la lucha de las clases subalternas por su dignidad y derechos más elementales.
Es un invento difícil. Por eso las huelgas generales son escasas y arriesgadas. Por eso los partidos, con su habitual cautela, no suelen desencadenarlas. Dejan que los sindicatos corran con el riesgo. Precisamente por ello, la movilización de las clases trabajadoras de todo un país requiere aunar voluntades en un sentido único y contundente, y hacerlo con una ciudadanía muy diversa. La intuición -jamás confesada- de que se precisa un módico nivel de presión para que tenga éxito la huelga general la confirman los piquetes (llamados eufemísticamente informativos) que actúan de barrera contra los esquiroles pero también a veces contra quienes opinan lo contrario de los verdaderos huelguistas. El temor a la silicona en la cerradura de la tienda o el taller-un delito indudable- se hace para algunos necesario. No es justificable y es punible, pero no es lo mismo que las salvajadas que puedan cometer los muy mal llamados antisistema. Su insensatez parece inspirada por los enemigos de la clase obrera.
Es menester preguntarse si la tarea de desencadenar una huelga general con fines tan modestos como los de la última posee todo el sentido que debería darle la izquierda. Más de cuatro millones y medio de parados en este país, fruto solo en parte de una recesión económica mundial, necesitan una acción decidida del Gobierno. Este tenía tres opciones: la protección de los empleos, manteniendo derechos adquiridos; la reforma laboral a favor de las empresas, a la espera de que un día la recuperación económica reabsorba parados, y la tercera, la socialista. Esta última entraña la creación de cooperativas, el fomento de la democracia industrial, socavar la desigualdad social y el resto del programa. Supongo que lo conocen, al menos de oídas, algunos de nuestros gobernantes.
Excluida desde el primer momento esta última opción por un partido que lleva el noble nombre de obrero, quedaban dos: la favorable a una agilización del empleo o la partidaria de su protección. Pero estaba cantado que al final el Gobierno se inclinaría por la primera posibilidad. Sencillamente, porque eliminada ya la tercera desde el primer momento, la de reformar -en el sentido favorable a la empresa capitalista- se imponía. Y se le imponía, porque eso es lo que piden las finanzas internacionales, el mercado laboral europeo y mundial, la OCDE muy explícitamente, más la mayoría de los economistas que expresan sus recomendaciones cada día en la prensa.
Volviendo a la cuestión del sentido de la huelga general y la complejidad de lo que entraña: he aquí por dónde el 29-S ha servido al Gobierno español para adquirir una victoria de admiración ante el mundo económico internacional y la derecha neoliberal. La huelga, al no pedir mucho -de nuevo la declaración sindical oficial-, ha movilizado esfuerzos enormes contra un Gobierno al que, a su vez, ha apuntalado sin quererlo.
Si por lo menos sirve para aclarar las cosas en las mentes de nuestros sindicalistas, la huelga no habrá sido inútil. Pero esa aclaración no es suficiente. Mientras los sindicatos no entiendan de una vez que la ideología de la liberación y la igualdad, cuando se confina a la mera protesta y a la protección de derechos adquiridos, no basta, no habrá un futuro que no sea más de lo mismo. Si deseamos en serio un mundo menos injusto, hay que moverse en la dirección de una economía autogestionada (¿se acuerdan de quienes lo proclamaban ayer mismo?), de una educación igualitaria de calidad y de unas huelgas, generales o no, que no escamoteen lo esencial del combate.
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